El viejo leñador
Hace muchos años en el norte de Canadá había un concurso de leñadores.
Uno de ellos era un joven fuerte, lleno de energía cuya fama había sido acreditada durante el concurso: había ganado todas y cada una de sus pruebas con una sorprendente facilidad, batiendo incluso alguno de los registros de competiciones pasadas.
El otro finalista era un viejo leñador. Delgado, fibroso, curtido en toda una vida de profesión cortando troncos cerca de la frontera de Alaska. Era bueno en su profesión, pero nadie sabía realmente cómo a su edad había podido llegar hasta la final.
La última prueba era sin duda la más exigente. Se trataba de una jornada entera cortando árboles. Ganaría el que más hubiera talado al final del día. Así de sencillo.
Los dos finalistas se dieron deportivamente la mano con el primer rayo de sol y ambos se dirigieron a diferentes áreas del bosque para empezar.
El joven empezó con un ritmo alto y constante. Su hacha se alzaba y golpeaba con una cadencia firme y seca, y el brillo del sol en el metal podía verse desde muy lejos.
Sabía que con ese ritmo era imposible que el viejo leñador le aguantara y era cuestión de tiempo que la victoria cayera de su lado.
“Ya tiene que descansar y solo han pasado tres horas”, pensó. “El triunfo es mío”. Aun así, no se permitió apenas bajar el ritmo.
Pasaban las horas y cada cierto tiempo veía de nuevo como el viejo se volvía a sentar durante varios minutos antes de reanudar su labor.
Con el último rayo se dio por finalizada la prueba. Ambos concursantes se saludaron de nuevo, extenuados en el círculo central desde donde se iba a proceder al recuento.
Empezaron con el joven. Apilaron los troncos en varios montones y… ¡329 árboles cortados en una solo jornada! ¡Impresionante! Como pensaba, un nuevo récord absoluto de la competición.
Se dirigieron a contar los árboles talados por el viejo. Poco a poco se fueron amontonando en una pila que cada vez se hacía más alta. En la mirada del joven se coló un grano de duda. ¿Cómo había cortado tantos troncos? Aun así, seguía seguro de su victoria.
Los encargados de recoger los troncos y amontonarlos se reunieron de nuevo con sus anotaciones al lado de tres inmensas pilas.
¿Cuántos son? ¿Cuántos suman?
El árbitro principal levantó el papel con la anotación final y gritó: “¡419 árboles talados! ¡Ya tenemos vencedor!”. Un sinfín de vítores ensalzó al nuevo y extenuado ganador que recibió su trofeo contento bajo la mirada de su rival, al que invitó a subir al podio.
El joven leñador se acercó discretamente al nuevo campeón: “Viejo -le dijo-, ¿cómo lo has hecho? ¿Cómo has podido cortar tantos árboles? Sé lo que valgo y cómo me he esforzado hoy. Es casi imposible que nadie me ganara, pero tú lo has hecho por mucho. Incluso vi como tenías que descansar a cada rato…”.
El viejo leñador lo miró amable y le dijo: “Hijo, hiciste una fantástica jornada. Pero incluso los mejores leñadores deben parar de vez en cuando para afilar su hacha”.
Debemos ser conscientes de nuestras limitaciones y necesidades para evitar llegar a extremos y saber cuando dedicar un tiempo para nosotros de descanso y diversion!