El Valor de Uno Mismo
Hace mucho, mucho tiempo, había cosas que eran muy distintas a como son ahora… Pero otras eran muy iguales porque la esencia del ser humano no ha cambiado demasiado con el paso de los años.
Cuentan que un joven vivía convencido de que no valía nada: se encontraba en ese momento de la vida en la que uno comienza a descubrirse a sí mismo, con sus luces y sobras, pero en el que todavía presta una gran atención a cuanto los demás dicen sobre su persona. Y lo que decían sobre él no era especialmente bueno: que era inconstante, que no era especialmente brillante, que carecía de ideales claros, que era como una veleta, que no se había encontrado a sí mismo y vivía sin rumbo, que no haría nada con su vida…
Cada crítica a su persona le pesaba como una losa en el alma. ¡Cuántas veces no somos conscientes del peso de nuestras palabras en el ánimo de los demás, y las arrojamos con inconsciencia y temeridad! Profecías autocumplidas…
Claudio –éste es el nombre del joven protagonista de nuestra historia- no vivía, sufría la vida, soportaba su triste existencia. Y cuando uno no disfruta de cada día, un poso de amargura se afinca en su mirada… A la vista de todo aquél que es capaz de mirar al resto de personas cara a cara, sin miedo a descubrir en ellos –como en un espejo- los rincones ocultos de su propia alma.
Un día, mientras Claudio estaba sentado al sol, pensativo, en un parque de su pueblo, un anciano con fama de sabio se acercó a él y, sin mediar presentación, le dijo:
– Pareces triste, joven.
Claudio, tomado por sorpresa, respondió –como suele suceder en estos casos- impulsivamente:
– No lo parezco, señor, lo estoy.
El anciano, con un claro rostro de preocupación, siguió inquiriendo:
– ¿Y como es posible que te sientas triste en un día tan hermoso como el de hoy? El cielo está azul, brilla y calienta agradablemente el sol, no hay apenas nubes (y las que hay, parecen de algodón), estamos en primavera y la naturaleza se está cubriendo con un manto de color que combina con la maravillosa música celestial del canto que los pájaros nos regalan desde las ramas de los árboles…
– Toda esta belleza –interrumpió el joven- no hace más que acentuar por contraste la fealdad y deformidad de mi propia existencia. Pensaba que vos, de quien se dice que sois un gran sabio, podríais entenderlo… Y, como dicen que también sois misericordioso, había creído que –tal vez- os habíais aproximado a mí con la intención de ayudarme.
El anciano le miró con afecto y le respondió:
– ¿Te llamas Claudio, verdad? Bien, Claudio, estaría encantado de ayudarte a resolver lo que para ti es un problema… Pero no dispongo de tiempo porque debo ir al mercado a vender este anillo -y le mostró una gruesa y envejecida sortija que extrajo de su bolsillo- porque me urge lograr una moneda de oro para un asunto que me llevo entre manos. Así que no puedo entretenerme… Aunque, si me hicieras el favor de ir tú, que eres más joven y eres capaz de hacer el camino corriendo, tal vez me sobraría el tiempo que necesito para traer algo de paz a tu espíritu.
El joven no se lo pensó, se puso de pie de un saltó y preguntó:
– ¿Qué queréis que haga, maestro?
– Simplemente, ve al mercado y vende esta joya al primero que te ofrezca una moneda de oro por ella. Después, vuelve corriendo con tu pago para que pueda dedicar mi tiempo a tu persona.
Claudio tomó la sortija, se la puso en su dedo anular y salió corriendo como alma que lleva al diablo, mientras el anciano le contemplaba partir con una media sonrisa dibujada en sus labios.
Cuando el joven llegó a su destino, ofreció el anillo a todos aquellos tenderos con los que se cruzó, pero uno tras otro le dijeron que aquello era una antigualla y que, como mucho, le pagarían un par de monedas de plata pero, en ningún caso, la moneda de oro que él pretendía. Cada vez más desesperado, fue preguntando a todos los que allí había y también todos, sin excepción, le dieron la misma respuesta: no iban a pagarle una moneda de oro. Abatido, cabizbajo y pensativo, volvió al lado del sabio que le esperaba en el mismo lugar en el que le había dejado.
– Lo siento, maestro. Le he ofrecido vuestro anillo a cuantos había, pero ninguno ha querido pagar su precio. Han llegado a ofrecerme tres monedas de plata, pero todos me han dicho que este anillo no vale más que eso. Siento decepcionaros y no haberos resultado de más ayuda.
El anciano, sin inmutarse, contesto:
– Mi querido y joven amigo, de necios es confundir valor y precio. Pero es cierto que hemos cometido una imprudencia al tratar de vender la sortija, poniéndole precio sin conocer su auténtico valor. Hagamos las cosas bien… ¿Conoces al joyero que vive a 10 minutos de aquí? Acércate a su casa y pídele que tase este anillo. Diga lo que diga, no se lo vendas y vuelve aquí para comunicármelo. A tu vuelta, te devolveré el favor ayudándote como tú me has ayudado a mí.
Claudio partió, de nuevo, para cumplir con la misión que le habían encomendado. Cuando llego a su destino, golpeó la puerta con los nudillos y, cuando fue invitado a entrar, penetró en la morada del joyero… En la que este próspero ciudadano y comerciante tenía también su taller de orfebrería.
Tras explicar el motivo de su visita y mostrarle la joya del anciano sabio, el experto joyero tomó la sortija y –con la ayuda de unas lentes de aumento- se puso a observarla con detenimiento. Tras unos minutos de silencioso estudio, finalmente dijo:
– Dile a su dueño que, en los difíciles tiempos que corren para todos, no puedo ofrecerle más de cien monedas de oro. Sé que en otros tiempos le habrían pagado hasta ciento setenta monedas, pero vivimos momentos difíciles y mi máxima oferta es de cien áureas monedas.
El joven salió por la puerta como una exhalación, corrió a toda velocidad de vuelta a la plaza en la que le esperaba el sabio, el corazón no le cabía en el pecho, la sorpresa y la alegría le golpeaba las sienes y se reflejaba en el brillo febril de su mirada:
– ¡Cien monedas de oro, maestro! ¡Cien monedas! ¡No una, cien!
-Eso ya está mejor -dijo el sabio-, pues pagué ciento veinte monedas por el anillo… Como ves, sólo un experto ha sabido valorar adecuadamente esta preciosa y peculiar sortija que ha pasado desapercibida para la mayor parte de aquellos a quienes se la has ofrecido. Yo soy un experto en conocer a los seres humanos. Puedo asegurarte que he leído en tu interior, y que ocultas en tu corazón una joya que es mucho más valiosa que el anillo que portas en la mano. ¡Eres un tesoro que todavía espera a ser descubierto! Creo que hoy has aprendido a desoír a los necios, es una importante lección. Ahora te corresponde a ti el cavar en tu persona, el perfeccionarte a ti mismo para dejar aflorar toda la genialidad, bondad y belleza que ocultas en tu corazón. Está allí, esperando a que las descubras y las compartas con quienes te rodean, aunque hoy parezcan no merecerlo.
El joven, emocionado, abrazó al anciano y rompió a llorar.
– Que estas lágrimas limpien el peso que había en tu alma y purifiquen los ojos de tu espíritu para que puedas verte tan valioso y hermoso como te percibo yo –le deseó el anciano a Claudio mientras le devolvía el abrazo. Lucha por ser el que estás llamado a ser, y ten paciencia… Aquellos que estén preparados descubrirán tu auténtico valor, y te demostrarán con su amistad la grandeza de su alma. Disfruta de su cariño, y ofréceles el tuyo. Si no olvidas lo que hoy has aprendido, Claudio, serás feliz y tendrás una vida próspera y lograda. Así que voy a hacerte un regalo: quédate con el anillo que tanto te ha enseñado y mantenlo siempre a tu lado como recordatorio de este día y de la verdad que se te ha desvelado.
Pasaron los años y todos los auspicios del sabio se fueron confirmando… Claudio resulto ser un hombre como pocos, dotado de una inteligencia, sensibilidad y bondad fuera de lo común. Un ciudadano de referencia, querido y admirado por todos, a cuyo alrededor se forjó un halo de leyenda. Incluso algunos decían que era como era gracias a una antigua sortija mágica que portaba siempre en su dedo anular… Tal vez estuvieran en lo cierto… O tal vez no hubiera más magia que la que procede de un corazón desbordante que conoce como pocos la belleza que todos portamos en nuestro interior. Somos la cámara de un tesoro, en muchos casos aun por descubrir.