el Buda de la Vida y el Peregrino

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Cuenta una historia zen que, hace muchos años, en una fría y nevada tarde de invierno, el santuario del Buda de la Vida recibió la visita de un peregrino que buscaba la iluminación en su errar por caminos desconocidos que conducían a lugares desconocidos.

Era aquél un templo en el que –según la tradición- una antigua talla de madera del Buda ofrecía la Vida a quienes le brindaban su vida.  Por ello, eran muchos los jóvenes monjes que habitaban en él y pasaban el día postrados ante la figura, meditando a la espera del Satori o despertar a la auténtica Existencia.

Aquel peregrino que llamó a las cerradas puertas no era una excepción, había oído hablar del Buda de la Vida y –en su perpetuo errar- había decidido hacer puerto en su santuario para postrarse ante él y rogarle su bendición.

Sin embargo, los jóvenes monjes de anaranjada túnica eran muy celosos de su intimidad y no vieron con buenos ojos a quien pedía asilo sin más recomendación que su palabra:

– Somos un templo, no un hostal.  Y de tu indumentaria no se desprende que seas un creyente…  Más bien pareces un mendigo.  ¿Tienes, al menos, monedas para donar al templo y no suponernos una carga?

– No tengo nada más que mi sed de Absoluto– respondió el viajero.

Ante tan profunda contestación, el joven monje no pudo más que hacerse a un lado y dejarle pasar.  Una vez dentro, le invitó a tomar un caldo caliente para deshacerse del frío que le había calado hasta los huesos y –tras esa ligera cena- quiso indicarle cuáles serían sus aposentos.  Sin embargo, el peregrino nuevamente le sorprendió:

– Te agradezco la sopa, mi cuerpo la necesitaba.  Sin embargo, no he venido aquí para alojarme en una cómoda celda sino para postrarme ante el Buda de la Vida.  Muéstrame, por favor, dónde está y pasaré la noche en meditación a sus pies.  Mañana, al amanecer, partiré de nuevo…  Seguiré mi búsqueda, o compartiré con otros viajeros lo que aquí haya encontrado.

Los ojos del anfitrión brillaron de irritación porque la frase de su invitado le pareció de una arrogancia sin límites: ¿pretendía obtener la iluminación en una noche cuando él y sus compañeros llevaban años meditando frente al Buda y no habían alcanzado todavía su meta?  Su respuesta sonó, pese al esfuerzo que hizo por poner freno a sus emociones, un tanto áspera:

– Me temo que no te será posible pasar la noche meditando a los pies del Buda: su santuario está a la intemperie, sólo la estatua de madera se encuentra cubierta, y el glacial frío nocturno impide permanecer allí por mucho tiempo a cualquiera que no quiera morir congelado.

El peregrino ni tan siquiera se inmutó:

– Si mi destino es morir a los pies del Buda, así lo haré.

– Si es lo que deseas, así sea- contestó airado el monje, y le acompañó a la sala desde la que la venerada estatua esparcía sus bendiciones al mundo.

El peregrino sin nombre se postró a los pies del Buda de la Vida, en medio de la penumbra y allí se quedó –sólo e inmóvil- para velar la imagen y desvelar el Absoluto.

A altas horas de la noche, un extraño crepitar despertó a los monjes que –uno tras otro- fueron acudiendo al lugar del que partía el sonido: era la sala del Buda de la Vida…  De la que también surgía un inquietante resplandor.

Todos se quedaron atónitos al contemplar la imagen que se mostraba ante sus ojos y que, pese a ello, no podían aceptar: el peregrino seguía postrado en el mismo lugar, en la misma posición, pero en el espacio en el que se encontraba la estatua del Buda de la Vida había ahora una gran columna de fuego, una hoguera que llenaba de luz y calor toda la estancia.

Cuando el joven monje que había abierto la puerta del templo al peregrino pudo articular palabra, preguntó a voz en grito:

– Pero, ¿qué demonios ha sucedido?

– Tenía mucho frío, me estaba congelando, creía que iba a morir…  Además, la oscuridad se había cernido sobre mí…  Así que necesitaba luz y calor…  Y lo único capaz de arder en esta sala era la estatua de madera que tenía ante mí…  Así que, le prendí fuego…

Los jóvenes monjes no podían creer lo que acababan de oír y, como un solo hombre gritaron:

– ¡Sacrílego! ¡Demonio! ¡Arrojémosle al fuego! ¡Ha matado al Buda de la Vida!

En ese instante, una voz madura tronó desde el fondo de la sala.  Era el anciano maestro que regía el templo desde hacía más de cuarenta años.  Con la autoridad propia de quien se encuentra en sintonía con la Verdad, con quien no la posee sino que es poseído por ella y la vive les impelió:

– ¡Insensatos! ¿Queréis buscar entre las brasas los huesos del Buda? ¡No los encontraréis! Habéis hecho de esa estatua vuestro ídolo y no habéis sido capaces de comprender que el Buda de la Vida debía desaparecer para que este hombre mantuviera su vida y la llenara de Vida.

En ese mismo instante los ojos de todos se abrieron, comprendieron y alcanzaron la iluminación.

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