El Amor y la Pasión
En un lejano reino, allí donde se cruzan los vientos del Este con los del Oeste, los del Norte con los del Sur, se hallaba una princesa locamente enamorada de un apuesto capitán de su guardia y, aunque tan sólo contaba con 18 años de edad, no tenía ningún otro deseo que casarse con él, aún a costa de lo que perdiera.
Su padre que tenía fama de sabio no cesaba de decirle:
“No estás preparada para recorrer el camino del matrimonio. El amor, a diferencia de la pasión, es también voluntad y renuncia y, así como se expande y se recrea en las alegrías, así también profundiza y se adentra a través de las penas. Todavía eres muy joven y a veces caprichosa. Si buscas en el amor del matrimonio tan sólo la paz y el placer no es éste el momento de casarte”.
“Pero padre”, decía ella, “sería tan feliz junto a él que no me separaría ni un sólo instante de su lado. Compartiríamos hasta el más oculto de nuestros deseos y de nuestros sueños.”
Entonces el Rey, reflexionando se dijo:
“Las prohibiciones hacen crecer el deseo, y si le prohíbo que se encuentre con su amado, su deseo por el mismo crecerá desesperado. Pero, por otra parte, ella se asemeja a un tierno e inexperto capullo que desea abrir su fervor y fragancia…”.
Y así, en medio de sus cavilaciones, de pronto recordó las palabras pronunciadas por el anillo de los sabios que, en ese momento, sonaron a sus oídos en boca de Kalil Gibran:
“Cuando el amor llame a vuestro corazón seguidlo, aunque sus senderos sean arduos y penosos”.
“Cuando sus alas os envuelvan, entregaos, aunque la espada entre ellas escondida os hiera”.
“Y cuando os hable, creed en él, aunque a veces su voz rompa vuestros sueños, tal como el viento norte azota los jardines, porque así como el amor corona de jazmines y rosas, así también crucifica con espinas.”
“Pero si en vuestro miedo, buscareis solamente la paz y el placer del amor, entonces, es mejor que cubráis vuestra desnudez y os alejéis de sus umbrales hacia un mundo de primaveras donde reiréis pero no con toda vuestra risa, y lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.”
Tras el paso de esas resonancias, dijo el Rey al fin:
“Hija Mía, voy a someter a prueba tu amor por ese joven. Vas a ser encerrada con él durante 40 días y 40 noches en una lujosa cámara de la Torre de Marfil del Castillo de Primavera. Si al finalizar este período, sigues queriéndote casar, significará que sabes de individualidad y resistencia. Significará también que ya eres madura de corazón y que estás preparada para la creación de un hogar. Entonces te daré mi consentimiento.”
La princesa, presa de una gran alegría, dio un abrazo a su padre y aceptó encantada someterse a la prueba. Se diría que su mente estallaba plena de imágenes y expectativas en las que rebosaba felicidad.
Y en efecto, todo discurrió armoniosamente durante los primeros días, en los que los amantes no cesaban de saciar sus deseos anteriormente retenidos, y colmar sus íntimas carencias… pero tras la excitación y la euforia de las caricias, besos y susurros de las luces, no tardaron en presentarse las dudas y contradicciones de las sombras que al no saber cómo entenderlas y vivirlas, se convirtieron en rutina y aburrimiento. Y lo que al principio sonaba a embelesadora música a oídos de la princesa, se fue tornando en sonido infernal. Aquella hermosa joven de cabellos púrpura comenzó a vivir un extraño vaivén entre el dolor y el placer, entre la alegría y la tristeza, entre la admiración y el rechazo, por lo que antes de que transcurrieran dos semanas, la princesa ya estaba suspirando por otro hombre del pasado o del futuro, llegando a repudiar todo cuanto dijera o hiciera su amante.
A las tres semanas, se encontraba tan harta de su pareja que, presa de una intensa rabieta, se puso a chillar y aporrear la puerta de la celda.
Cuando al fin consiguió salir, volvió a los brazos de su padre, agradecida de haber sido liberada de aquel ser que aún no entendía cómo había llegado primero a amar y más tarde aborrecer. Al tiempo, cuando la princesa recobró la serenidad perdida, y encontrándose junto a las azucenas del jardín real, dijo a su padre:
“Háblame del matrimonio, Padre”.
Y el sabio Rey contestó:
“Escucha atentamente lo que dicen los poetas de mi reino”:
Nacisteis juntos y juntos para siempre. Pero, Dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Amaos el uno al otro, más no hagáis del amor una prisión. Llenáos mutuamente las copas, pero no bebáis de la misma.
Compartid vuestro pan, más no comáis del mismo trozo. Y permaneced juntos, más no demasiado juntos. Porque ni el roble ni el ciprés crecen uno a la sombra del otro.
(Palabras de Kalil Gibran. “El Profeta”)