Cuento para la Iluminación
El Jardinero y El Forastero
La escena es imponente, toda la tierra aparece blanca, cubierta de un grueso manto de nieve, no hay ni una hierba, ni un árbol que permitan al viajero recordar que aquellas cosas existen; sólo la blancura perdiéndose en el horizonte.
Desde lejos el viajero se destaca como un punto negro en aquella inmensidad, pequeño, solo.
Pero acerquémonos a él, algo muy importante lo debe haber llevado hasta este paraje, una fuerza superior lo debe sostener pues sólo un corazón muy valiente puede atreverse a enfrentar esta soledad.
Escuchemos lo que piensa; unámonos a él en este difícil peregrinaje.
– Dame fuerzas Dios mío, no me abandones, muchos días llevo en este sendero y sólo encuentro soledad, frío, desesperación. ¿Me habré equivocado de camino? ¿Me habrá engañado la voz que escuché? Mi visión cada vez se acorta más, la niebla y el viento blanco me cierran el paso, pero mi determinación está tomada, si no encuentro lo que busco, aquí me quedaré. Cuando se ha visto por un instante la luz, ya no se puede vivir sin ella.
Así pensaba el viajero mientras con paso cada vez más débil seguía la difícil ruta. La nieve se arremolinaba ante él, lo envolvía como queriéndolo detener para que no llegara a su meta.
De pronto, su pie resbala y su agotado cuerpo cae. Queda postrado de rodillas en el suelo inmaculado, sus ojos ya casi no ven, la desesperación va ganando su corazón.
Pero entonces el viento barre un poco la niebla que lo envuelve y algunos pasos más adelante hay algo: un contorno borroso que se confunde con la blancura de la nieve.
Pero no cabe duda, allí estaba lo que el viajero buscaba.
– Gracias Dios mío, no me has abandonado.
Se levantó lentamente, ya no sentía el cansancio, las dudas se habían disipado. Avanzó extasiado; a su paso el suave viento se iba abriendo dejando ver una alta muralla que se perdía hacia ambos lados.
Frente a él se destacaba un Portal de gruesas maderas. Nuestro viajero se acercó cauteloso. Tras unos instantes de vacilación se irguió, y con decisión golpeó una, dos y tres veces. Luego el silencio, la espera.
¿Le recibirían? ¿Lo considerarían digno? Todo era tan desolado, tan desierto, que llegó a preguntarse si realmente viviría alguien allí.
El frío y la duda se hacían sentir cada vez más. El tiempo transcurría y nada. ¿Llamaría nuevamente? Ya lo iba a hacer cuando percibió un leve crujido y vio que una pequeña ventanita se abría. A través de ella pudo ver un par de ojos que lo observaban atentamente.
Luego, sin cruzar palabra, se volvió a cerrar y después la gran puerta se entreabrió, pesada, lenta; tal vez hacía mucho tiempo que no se abría.
El sol brillaba esplendoroso, iluminando los bellos jardines; reinaba una armonía que se podía oler, palpar, respirar.
Todo estaba rodeado por caminos trazados por entre las plantas y las flores. En los lugares más apartados se veían cómodos bancos que servían de reposo y lugar de meditación a los habitantes de ese lugar.
Se percibía un silencio muy especial en el que se escuchaba algo indefinido. Tal vez una melodía. Era un silencio lleno de vibraciones calmantes, relajantes.
A lo lejos se divisaba grupos de casas blancas con grandes galerías. Por ellas iban y venían los habitantes dedicados a sus tareas.
Lentamente el viajero cobró conciencia de sí mismo, entonces buscó alrededor alguien a quien dirigirse. Nadie había cerca.
Sorpresivamente, en un recodo del camino, se encontró con un anciano que con gran atención estaba trabajando la tierra.
El viajero se detuvo esperando que el hombre se percatara de su presencia; pero pasaron los minutos y el viejecito seguía concentrado en su labor.
Cuando ya no pudo soportar más la situación, el viajero carraspeó quedamente, pero no hubo reacción; entonces no le quedó más remedio que hablarle.
– Buen hombre, ¿puedo interrumpirlo un momento?
El anciano lentamente se volvió apoyando su herramienta en un arbusto. Luego sus ojos se clavaron en el rostro del viajero. ¡Pero qué ojos Señor! Nunca en su vida nuestro hombre había visto ojos iguales. Mirarlos era como observar el cielo; allí cabía un universo de belleza, de poesía, de amor. La dulzura que emanaba de ellos embriagaba; eran tan especiales que nuestro viajero casi cae al suelo de rodillas.
– Disculpa hermano, no te había oído llegar. Ocurre que cuando cuido mi jardín me concentro tanto en el trabajo que olvido todo lo que me rodea. Discúlpame, te lo ruego.
– Señor. Soy yo quien le pide disculpas, pero soy nuevo aquí y estoy desorientado.
– Sí. Ya veo que eres nuevo aquí.
– Recién acabo de llegar, o al menos eso es lo que creo, pues he comenzado a dudar de mis sentidos externos.
– Tienes razón. Mira esos muros, ellos separan dos mundos; aquí adentro la realidad es distinta a lo que se llama comúnmente realidad. Aquí es Realidad. Allá solo es apariencia. Pero dime, ¿qué andas buscando por estos lugares tan apartados y hostiles?
– Bueno, yo busco sabiduría, busco a Dios.
– Vaya, vaya, pues sí que te has propuesto algo difícil, muy difícil.
– ¿Usted podría ayudarme honorable anciano? Estoy perdido. Soy nada más que un forastero y no sé qué debo hacer.
– Nadie es aquí un forastero, todos somos hermanos, y somos uno en nuestra aparente multiplicidad; todos sufrimos y nos alegramos con todos.
– Qué hermosas palabras dice. Me traen gran consuelo, pues mi corazón está destrozado por las luchas y los errores que he dejado tras esos muros.
– Debes tener presente que esas cosas que recién mencionaste son indispensables. Son parte de la enseñanza. Sin esas experiencias no hubieras tenido las fuerzas para llegar hasta aquí. Ni el guardián te hubiera permitido entrar.
– Pero yo me siento tan pequeño ante su presencia, y me considero indigno de estar aquí.
– Detente hermano, no te atormentes inútilmente. Yo también he luchado y he caído mil veces.
– ¿Usted? ¡No lo puedo creer! ¡No se le ven cicatrices!
– Claro. Lo que ocurre es que cuando se trabaja duro y en el sentido correcto, las cicatrices desaparecen. Es como si tomaras un nuevo cuerpo purificado, sublimado por el fuego del dolor. Te puedo asegurar que mucho he sufrido, pero no obstante, siento que todavía muchas impurezas llenan mi ser. Sucede que existen dos medios por los cuales aprendemos las enseñanzas de la vida: Uno de ellos es el “dolor”, que purifica, pero es muy lento. Es el camino que transitan los que viven en el mundo del que tú vienes; por eso le llaman un valle de lágrimas. ¿Entiendes?
– Sí, sí; pero, ¿cuál es el otro camino?
– El otro es más difícil de explicar, cuesta más comprenderlo. El otro camino para aprender o acercarnos a dios es el camino de la “Conciencia Despierta”.
– ¿La Conciencia Despierta? ¿Y cómo es eso?
– Es difícil, ya te lo dije. Sólo puedo agregar que el que encuentra este camino, el que despierta su conciencia, ya no necesita más sufrir. El dolor deja de ser su maestro para ser ahora la Comprensión, “Comprensión de las Leyes Cósmicas”, que son la guía.
El hermano forastero, admirado ante la sabiduría de este humilde jardinero, sintió prisa por obtener toda la que adivinaba se encerraba en aquel lugar.
Cuánta sabiduría podría obtener de los maestros de ese monasterio, si el simple jardinero sabía tanto. El anciano suspiró profundamente, tal vez leía el pensamiento del hermano viajero. Con un rostro amable, pero de pronto cansado, le dijo:
– Amado hermano, ¿te gusta la Jardinería? Porque yo solamente puedo enseñarte eso, a trabajar la tierra, a cultivar un jardín, a trabajar con los elementos de la naturaleza; compréndeme.
– Bueno, en realidad yo he caminado y he afrontado verdaderos peligros en busca de conocimientos. Perdóneme, pero esa es la misión que me impuse. No quiero herirlo, pero comprendo que cada uno tiene aquí una misión especial.
– Así es, hijo. Así es.
– Al llegar aquí vi personas sumergidas en profundas reflexiones, concentrados engraves problemas; creo que eso es lo que busco, la sabiduría al más alto nivel.
– Tienes razón, por ahora ese es tu camino. Tal vez más adelante te interese esto.
– Me informaron que aquí, en este lugar santo, estaba guardada toda la más grande sabiduría, todos los secretos, y eso es lo que he venido a buscar. Ese es el camino que entiendo debe llegar a Dios.
– Tienes razón nuevamente. Ese es tu camino. Mira, ¿ves esas casas blancas sobre la colina?
– Ah. Sí, sí.
– Bien, anda allá. Tal vez entre sus paredes encuentres lo que buscas. Hay muchos hermanos dedicados a esos estudios, y si eres digno y si te esfuerzas por alcanzar la sabiduría, tal vez puedas ver a nuestro superior, el Gran Maestro.
– Gracias hermano, gracias. Espero que no esté enojado conmigo.
– No te preocupes. Y ya sabes, yo sólo soy el jardinero.
– Le prometo que si algún día tengo tiempo vendré para que me enseñe a cuidar el jardín y adornarlo con lindas flores.
– Espero. Trata de hacerte un lugar; da muchas satisfacciones trabajar la tierra, plantar semillas, verlas germinar, crecer, ver cómo se convierten en flores y en árboles. Ve hijo mío, ve con Dios, que mi corazón te acompañará también.
El hermano forastero se despidió amablemente del anciano, que volvió paciente, humilde y silencioso a sus tareas; y con paso presuroso se encaminó hacia el grupo de blancas casas. Y allí se instaló.
Muchos meses pasó el viajero estudiando. Profundizó las matemáticas, que él ya dominaba, pero conoció el lado místico de los números, su significado oculto.
Se instruyó en el arte de curar, que también conocía desde antes, pero estudió y comprendió cómo funcionan las Leyes Cósmicas a través de la naturaleza.
Practicó luego las Artes, en ese estado de exaltación que da la visión mística. Participó en innumerables foros, clases, experiencias, alcanzando gran sabiduría.
Ya concluidos todos los estudios, el hermano forastero se consideró listo para solicitar una entrevista con el Gran Maestro, llamó entonces al guía quien se presentó presuroso.
– Amado hermano, creo que ha llegado el momento tan ansiado de entrevistarme con el venerable Maestro, pues ya he profundizado todas las enseñanzas que se dan aquí, creo estar preparado.
– Bien, pero antes quisiera preguntarte algo muy personal, y quiero que me contestes con la más absoluta sinceridad, pues eso es fundamental.
– Pregunta hermano lo que quieras. Voy a responderte con toda mi sinceridad.
– Dime hermano. ¿Cómo te sientes con respecto a Dios?
– No entiendo muy bien tu pregunta, ¿puedes explicarme de qué se trata?
– Es así de sencillo. ¿Cómo te sientes? ¿Más cerca de Él? ¿Más cerca del fin?
El rostro del forastero se había ensombrecido, ya no irradiaba tanta seguridad.
Miró al hermano guía que lo contemplaba lleno de amor y comprensión; ciertamente aquel hermano era sabio y había tocado en lo profundo de su corazón.
El día era claro, fresco, transparente. La armonía del lugar hacía presentir la presencia de Dios en cada cosa, en las flores, en las aves, en la brisa. Todo era un canto de alabanza para el Creador.
El guía retomó la palabra.
– Sí hermano. ¿Cuál es nuestra meta? ¿Para qué y hacia dónde caminamos?
– No digas más. Comprendo. Te responderé como lo has pedido, con sinceridad. Pensé que aprendiendo lo que me enseñaban aquí me acercaría a la perfección, me elevaría a Dios. Pero te lo confieso con pesar, estoy un tanto desilusionado. No me siento como tú has dicho, más cerca de Dios. Lo lamento mucho pero creo que he fracasado.
– Bien, muy bien.
– ¿Cómo dices? ¿Acaso te burlas de mí?
– No, al contrario; digo bien porque así es. Si tu respuesta hubiera sido otra, si te hubieras manifestado conforme con lo que has aprendido, nada más habríamos podido hacer por ti. Pero en cambio si te sientes realmente disconforme con el camino seguido o con los resultados obtenidos, entonces sí podremos empezar a trabajar en serio.
– ¿A trabajar en serio? ¿Y todo lo que he estudiado y aprendido en estos largos meses?
– Eso es sólo la preparación; recién ahora es cuando comienza el verdadero trabajo. Aquello preparó la tierra para recibir la semilla.
– ¿Quieres decir que todavía no estoy listo para ver a nuestro superior?
– Exacto. Todavía creo que no es el momento.
– Y bien, dime, ¿qué debo hacer ahora? Porque ya he recorrido todos los estudios, todo lo que se enseña aquí.
– No todo. Ahora viene lo más difícil. Debes aprender Jardinería.
– ¿Jardinería?
– Sí hermano, Jardinería. El que no sabe cultivar su jardín, no puede verlo a Él. Sólo será por poco tiempo, pues cuando hables con el maestro jardinero comprenderás lo importante de ese trabajo, de ese Arte.
– Me dejas perplejo. Pero está bien, mi decisión es inquebrantable, mi meta es llegar a Él, obtener la Iluminación; no cederé en mi empeño.
– Eso es lo que nos gusta de ti, pues muchos flaquean ante nuestras pruebas de paciencia y de humildad.
– ¿Qué debo hacer hermano guía?
– Mañana, con las primeras horas del alba preséntate al hermano jardinero y dile que vas para que te enseñe a cultivar el jardín. Dile textualmente: “Maestro, he encontrado tiempo para dedicarme a cultivar mi jardín”. Él comprenderá. Te deseo mucha suerte, pues la tarea no es fácil, pero el premio justifica el esfuerzo.
– Muchas gracias hermano.
El guía se alejó con paso rítmico; todo en él irradiaba armonía. Nuestro amigo lo miró apartarse; la tarde comenzaba a declinar, era la hora propicia para la meditación y en ese minuto la necesitaba más que nunca. Su mente trabajaba arrebatadamente, quería comprender.
La mañana lo sorprendió casi sin haber dormido, se levantó presuroso, hizo sus trabajos místicos y partió ansioso hacia el lugar donde tantas veces conversara con el jardinero. Quería llegar antes que él para observar el jardín, ver si descubría algo especial para que lo guiara.
Llegó al lugar cuando todavía no se borraban las últimas estrellas. El rocío regaba ricamente las plantas y las flores, había un mágico encanto en aquella hora que precedía a la salida del sol.
El silencio solo era roto por un acompasado y rítmico golpe. Nuestro amigo quedó sorprendido pues allí estaba el anciano trabajando, encorvado sobre la tierra.
– Buenos días hermano jardinero, vengo a decirle que he encontrado tiempo para cultivar mi jardín.
Ante estas palabras el anciano quedó quieto, estático por breves momentos, luego se levantó en toda su estatura. No era ni tan pequeño ni tan viejo.
– Bienvenido aprendiz de jardinero. Me alegro que hayas encontrado tiempo para aprender este difícil trabajo.
– Pero Maestro, ¿no descansa usted nunca?
– No. Una vez que comienzas a trabajar la tierra y a cultivar el jardín no puedes descansar jamás, debes dedicarle todas las horas del día y aún más. Ya comprenderás por qué es así. Ocurre que la tierra se vuelve fértil, y todo, incluso las malezas pueden prosperar más rápidamente. Hay que trabajar mucho.
– Realmente no comprendo todo esto, pero, ¿para qué me servirá aprender a cultivar la tierra?
– Primero debemos saber cuál es la tierra que vamos a cultivar, eso es lo fundamental; pero, ahora perdóname un momento, espérame y luego seguiremos conversando. Tengo que arrancar esas hierbas malas que crecen por todos lados. Ven, ven aquí, acércate y observa. ¿Ves? Debes aprender a defender tu jardín de estas malezas.
– Pero no veo nada extraordinario, Maestro.
– Claro, porque ahora son muy pequeñas, pero si las dejas crecer pronto estas cizañas taparán y sofocarán las más hermosas flores del jardín; hay que arrancarlas de raíz, porque esta maleza es muy peligrosa.
– ¿Y cómo se llama esta hierba, Maestro?
– Esta hierba arruina muchísimos jardines, ¿sabes? Se llama ORGULLO.
– Oh, no. Qué ciego he sido todo este tiempo.
– No te reproches hijo mío. Las enseñanzas llegan a su debido tiempo, antes no habrías comprendido nada. Es como dice el refrán: “Cuando el discípulo está listo, el maestro aparece”. Sin embargo, si eres buen observador, podrás apreciar que el maestro siempre está presente. Lo que pasa es que no lo vemos, pasamos a su lado y no lo reconocemos.
– Tiene razón. Y esto me trae a la memoria que en una conversación anterior usted mencionó que hay dos caminos para aprender. Uno era el dolor, y el otro era el despertar de la conciencia.
¿Por qué no me habla más sobre este último?, ¿qué es el despertar?
– Simplemente eso, despertar, estar alerta.
– Sí, pero, ¿alerta a qué?
– Allí está la clave. Recuerda que yo soy el jardinero de mi jardín y tú debes ser el jardinero de tu jardín. Nadie puede cultivar la tierra ajena y tú ya te has dado cuenta de qué jardín y de qué tierras se trata. Bien, escucha hermano forastero, debemos estar muy atentos, vigilantes, para seleccionar las semillas que plantamos en nuestro jardín, en nuestra mente, pues esta tierra es muy fértil y cualquier semilla, ya sea que las traiga el viento o la arroje un mal intencionado; cualquier semilla, te repito, crecerá fuerte y lozana, y por eso hay que vigilar.
– Comprendo sus palabras hermano jardinero; es sin duda una labor difícil pero esa es la clave para acercarnos a Dios.
– Así es, debemos cultivar nuestro jardín interior, nuestra mente, pues de allí saldrán las flores que obsequiaremos a Dios y que a Él tanto le agradan.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Por hoy ya es bastante. Retírate ahora a la soledad y medita sobre todo lo que hemos hablado, mañana seguiremos.
Profundas meditaciones ocuparon la mente de nuestro amigo forastero. Un amplio panorama se abría ante él.
Esa noche en sueños se vio trabajando afanosamente la tierra, que era dura y reseca. Nunca cesaban los golpes de su azadón; estaba empapado, sudoroso por el esfuerzo; las malezas lo querían aprisionar y él luchaba desesperadamente.
Cuando despertó, el cuerpo le dolía a tal punto que llegó a dudar de que todo hubiera sido una pesadilla. Es tan difícil separar lo real de lo imaginario. Presuroso se encaminó hacia el jardín del Maestro; lo encontró sentado, pensativo.
– Buenos días, Maestro.
– Buenos días, hijo.
– Me extrañó no escuchar el golpe de su azadón.
– Mira, de vez en cuando es muy necesario para ver los resultados del trabajo; es necesario apartarse un poco del escenario del mundo con sus ruidos, y ver y observar los resultados como si fuéramos extraños, analizar las plantas que han crecido, ver los colores de las flores, en fin analizar y meditar sobre todo lo que se ha estado haciendo.
– Ah, Maestro, si usted supiera qué noche he pasado, he tenido una pesadilla terrible; cuando desperté, estaba como apaleado, adolorido.
– Y así tiene que ser hijo, no sólo en el día trabajamos en el jardín, de noche también, y es en ese momento cuando podemos recibir ayuda o instrucciones especiales. La labor es inmensa, pero también la ayuda que recibimos es grande. Los maestros jamás nos ponen pruebas que sean superiores a nuestras fuerzas.
– Cada vez estoy más maravillado.
– Bueno mira, ahora quiero llevarte a que veas un jardín. Ven, acompáñame.
Juntos cruzaron el inmenso parque, atravesaron largas avenidas bordeadas de hermosos árboles multicolores, hasta que se detuvieron ante un hermoso jardín.
– Mira este jardín, ¿te gusta?
– Sí, realmente tiene flores preciosas; una distribución muy armoniosa.
– Este es tu jardín. Aquí trabajarás.
– ¿Mi jardín?
– Sí. Aquí se reflejará el trabajo que tú hagas en tu mente, así tu trabajo interior se reflejará afuera.
– Amado Hermano, qué privilegio es tenerlo a usted de maestro en esta labor.
El forastero, en un arrebato de amor, tomó la mano del anciano y la besó; los ojos del Maestro brillaron de una forma muy especial por un instante, envolviendo al discípulo en una luz imperceptible para los mortales.
Por fin el Maestro le dijo:
– No olvides que el trabajo lo debes hacer tú sólo; yo te indicaré las técnicas, y el resto es tuyo. Debe salir de adentro. Allí está el verdadero maestro, ese sí que es un gran jardinero.
– Por favor indíqueme por dónde comenzar.
– Dime, ¿qué es lo que ves en el jardín?
– Veo bellas flores distribuidas por todas partes.
– ¿Sabes qué son esas flores? Son tus conocimientos; pero hay algunas flores cuyos colores no me gustan del todo. ¿Ves aquellos claveles de color rojo encarnado? Eso representa una pasión dominante que afea la armonía del conjunto. Debes trabajar hasta que esa planta dé flores de color blanco o de un rojo más suave. ¿De qué le sirve al hombre, por ejemplo, cultivar el Arte, un Arte sublime y que eleva hasta los cielos, si toda su obra la empequeñece con sus pasiones mundanas de orgullo, vanidad o egoísmo? Esos son colores que tienen algunas de tus flores, colores de envidia, y dudas. Por eso se puede tener mucho conocimiento y estar sin embargo lejos de Dios.
– Maestro estoy muy apenado, me siento indigno de estar aquí, de estar junto a usted.
– No hijo, no. Lo que ocurre es que hay que trabaja duro para purificar y embellecer esto, para eso estamos aquí en la Tierra; la mayoría de las veces no nos damos cuenta de la maleza que ahoga a nuestras rosas. Son tan propias del jardín que hasta que no tropezamos con ellas y nos golpeamos, no las vemos, o sea, no tomamos conciencia de estos defectos. ¿Quién se llama a sí mismo orgulloso o egoísta o cruel? Nadie. Todos se justifican diciendo: no soy orgulloso, yo realmente valgo más que los demás; no soy egoísta, puesto que esto lo gané y es mío; no soy cruel, sólo justo. ¿Ves? La maleza se oculta muy hábilmente.
-¡Cuánta sabiduría hay en sus palabras!
– Pero mucho más encontrarás ahí dentro, en tu pecho.
– ¿Por dónde comienzo? La tarea se me ocurre gigantesca.
– Creo que por hoy tienes bastante. Retírate nuevamente a la soledad y medita sobre todo esto.
Pero antes quiero que escuches la palabra del Jardinero más grande que ha pasado por esta Tierra, le llamaban Jesús, el hijo de María. Él dijo sabiamente: “Hay muchos árboles, no todos dan frutos; hay muchos frutos, no todos se pueden comer. Muchos también son las clases de conocimientos, pero no todos tienen valor para los hombres”.
En la soledad del bosque pasó todo el día el hermano forastero. Cada árbol, cada flor, cada pájaro, adquiría un nuevo significado, una nueva dimensión.
Otra vez, aquella noche, soñó, y en sueños lloró, y cuando despertó sus almohadas estaban mojadas y sus ojos rojos.
El jardinero interno había estado trabajando toda la noche. Mucho tiempo trabajó en su jardín bajo la mirada atenta de su maestro.
Poco a poco las flores fueron cambiando de color, los bajos deseos fueron siendo reemplazados por deseos generosos y cada vez se unía más a Dios; cada día se desprendía más de lo superficial y mundano.
Un día consultó afligido a su maestro:
– Maestro, estoy un tanto confundido, han comenzado a salir algunas hierbas que no conozco, o sea que no he plantado, ¿Qué significa esto?
– Ya te lo expliqué una vez. Eso significa que en nuestro jardín no sólo crecen las semillas que nosotros plantamos, sino que cualquier semilla puede prosperar en la tierra fértil, ya sea útil o nociva; por lo tanto, debemos estar siempre atentos a lo que entra en nuestro jardín, ya que puede venir por el aire ocasionalmente o ser arrojada por un vecino. Insisto, debemos seleccionar y controlar la calidad de las semillas. En nuestra mente alguien susurra un pensamiento y enseguida éste cobra vida propia y luego, si es nocivo, debemos luchar para arrancarlo, por eso hay que estar siempre atento.
– Otra cosa, Maestro. He seguido todas sus instrucciones, pero sin embargo, crecen algunas plantas raquíticas y con sus hojas amarillentas. ¿Es que me habré equivocado?
– ¿Has removido bien la tierra?
– Sí Maestro.
– ¿Y has regado también los brotes tiernos?
– Sí
– Entonces veremos qué es lo que anda mal. ¡Ajá! Eso es. ¿Ves esos árboles que rodean tu jardín? Bien, son tan frondosos y tienen tantas ramas que no dejan pasar el sol; las plantas no prosperan. Esos árboles simbolizan las ciencias mundanas que llenan tu mente; hay muchos conocimientos que a veces nos impiden ver la realidad, nos impiden ver la luz. Debemos podar esos árboles para que dejen pasar la luz; por eso, a menos que seamos puros e inocentes como los niños, no podremos entrar en el Reino de los Cielos.
– ¿Pero eso significa que debo derribar estos árboles? ¿Significa que debo vivir en la ignorancia?
– No, Hijo, no. Sólo debes podar las ramas que impiden entrar la luz y el aire. Una vez que hayas alcanzado la verdad por otro camino, el interior, verás cómo se junta con el de la ciencia y cómo ésta cobra otra dimensión y otro significado diferente del que antes tenía.
– Mucho tengo que meditar sus palabras para comprender a fondo la verdad. Pero recuerdo en última instancia esto: Las plantas reciben la vida del sol, símbolo de la luz y nosotros también dependemos de la bondad infinita de Dios para atravesar el sendero. Por esto siempre debemos confiarnos a su omnipotencia, sin Él nada somos. Antes de irme, una última consulta Maestro. El otro día una bandada de pájaros invadió mi jardín, eran horribles, de un aspecto feroz y arrancaron flores y se comieron muchas semillas. De seguir así pueden destrozar mi jardín. ¿Qué hago? ¿Debo defenderme?
– Hijo mío, si tratan de destruir tu jardín debes luchar valientemente empeñando la vida en ello, a toda costa debes ahuyentarlos, debes comprender que ellos no tienen ningún poder sobre ti, tienen sólo el poder que tú les des. Y los pájaros son las ideas y pensamientos negativos, las perdiciones e ignorancias que nos sumergen en las tinieblas; son los fantasmas que tratan de deformar nuestros propios conceptos. Aléjalos de tu jardín. Ten siempre presente que no podemos impedir que bandadas vuelen sobre nuestro jardín, pero lo que sí podemos es impedir que hagan sus nidos en él. Reflexiona sobre todo lo que hemos hablado, saca tus propias conclusiones, y lo más importante, aplícalas a tu vida diaria.
Mucho trabajó el hermano forastero en su jardín. Poco a poco se fue produciendo un cambio en él. Las flores eran blancas, azules, puras, esbeltas, casi ya no había malezas en su tierra. Una paz inmensa y una gran armonía con las Leyes Cósmicas iluminaban su rostro.
La impaciencia que antes le dominara; la envidia que alguna vez lo atormentara; la duda, el egoísmo, todo había sido cambiado, purificado.
El Maestro, que seguía atentamente el progreso de su discípulo, le habló así cierto día:
– Querido hermano forastero, has hecho grandes progresos, has aprendido a cultivar tu jardín. Creo que ya está muy cerca el día en que tu más caro anhelo sea satisfecho.
– ¿Se refiere a la entrevista con el Gran Maestro?
– Sí, te he observado y he comprobado que has purificado lo suficiente tu cuerpo como para poder resistir su presencia. Deberás por lo tanto prepararte durante tres días. Harás ayuno, meditación y entonces visitarás la Catedral de los Sonidos. Pero para todo esto te espera un guía.
– ¿Y no trabajaré más junto a usted?
– No. Ahora debes seguir tú solo en el camino. Esta es nuestra despedida.
– Pero yo todavía no me considero preparado, y quisiera quedarme más a su lado, un tiempo más.
– Querido hermano, ya sabes lo necesario. Ahora tu misión será viajar por el mundo tratando de arrojar semillas en los jardines que encuentres a tu paso. Comprende, serás un nuevo sembrador, uno de los que andan silenciosos trabajando por el gran jardín del Señor.
– Maestro, lo extrañaré mucho.
– Yo también querido hijo, pero cada uno tiene su misión en la vida y debemos cumplirla cabalmente, aunque queden en el camino dolores de nuestra propia carne.
Ya se acerca tu guía.
– Por favor su bendición.
– Hijo, no tortures más nuestros corazones.
El forastero se había postrado a los pies del Maestro. El anciano hizo un signo en la cabeza del discípulo, luego colocó sus dos manos sobre los hombros y elevando su mirada hacia el cielo murmuró: “Señor, protégelo”.
Luego ayudó a levantarse al hermano forastero. En el aire se percibía una intensa vibración que parecía salir del pecho del maestro; de sus ojos brotaba una dulzura impresionante.
Los árboles mecieron sus hojas, agitadas por una extraña brisa, parecían despedirse de su amigo.
El perfume de las flores se esparció con más fuerza por todo el lugar.
En el jardín del forastero un capullo de rosa se abrió inmenso y de color rojo, como el fuego abrasador del amor que ardía en aquellos corazones.
Temblando de emoción se dirigió hasta sus habitaciones. Allí permanecería el hermano forastero preparándose, sumido en profunda meditación y contemplación.
Su alma estaba extasiada, como si hubiera cruzado un umbral hacia una nueva dimensión. El tiempo carecía de significado.
Al concluirse el tercer día, el guía se presentó nuevamente.
– Hermano, te conduciré a la Catedral de los Sonidos. Y ahí terminarás tu purificación, y entonces estarás listo para reunirte con la Magna Asamblea.
– Te sigo respetable guía.
– En la Catedral sentirás unos sonidos muy especiales. Allí recibirás vibraciones que elevarán tu alma hasta un estado especial en que podrás comulgar con los Maestros Cósmicos tanto como te lo permita tu propia naturaleza. En algún momento puedes sentir cierto temor, pero pronto pasará. Que nada turbe tu paz interior. Está allá, en aquella suave colina.
Acércate lentamente para permitir que tu estructura molecular se armonice con las vibraciones. Es más fácil, ya verás. Ellos serán tus guías. ¡Paz Profunda!
– Paz Profunda, hermano.
A paso lento se encaminó hacia la colina. El lugar era imponente. Lejos, a cada costado de la escena, unos pequeños bosques interrumpían la ondulante línea de la colina, y en su centro, majestuosa, radiante, la Catedral de los Sonidos.
Desde lejos parecía una semiesfera de marfil con una aguja en su centro apuntando directamente al cielo.
Al irse aproximando, nuestro amigo percibió algo semejante a un coro gigante. Una ola de vibraciones salió a su encuentro, chocó contra su pecho, lo paralizó.
Una voz interior le aconsejó que se detuviera por unos momentos. Luego la presión disminuyó, entonces volvió a avanzar lentamente.
Los sonidos se percibían cada vez con más fuerza; las vibraciones envolvían el cuerpo, le hacían temblar junto con ellas.
Un estado indescriptible se apoderó de él. Los sonidos subían y bajaban rítmicamente; parecía como si el corazón del universo latiera allí, en esa misma Catedral.
Por momentos parecía como que su cuerpo se disolviera en aquella atmósfera llena de energía, que subía y bajaba del cielo a la esfera y de ésta al cielo, en constante flujo.
Nuestro amigo no veía ninguna puerta o abertura para entrar; pero así y todo, siguió avanzando, como atraído por un mágico encanto.
Siguió avanzando y penetró a la esfera, ya que ésta no era sólida. Allí los sonidos casi no se oían, más bien se percibían como una sensación vibrante por todo el cuerpo; y finalmente, en el centro de la cabeza, una luz potente, que a la vez no dañaba sus ojos, lo rodeaba, lo penetraba.
Todo era luz, no podía ver otra cosa que no fuera luz. Su cuerpo parecía perder densidad; sólo su mente conservaba su identidad, era una extraña comunión con el Todo.
No sabía si veía, si eran imágenes reales o producto de sus fantasías, pero delante suyo, tal vez cerca, tal vez lejos, se dibujaba una mesa con mantel blanco. Sobre ella, contrastando con su blancura, una mancha roja.
Quiso avanzar pero una fuerza invisible lo contuvo. Aguardó allí, extasiado, con una armonía como jamás había experimentado.
Los sonidos alcanzaron un punto máximo y luego fueron bajando de intensidad. Un gong grave, profundo, sonó al mismo tiempo que se abría algo parecido a una puerta.
El corazón del hermano forastero se detuvo anhelante; y por aquella puerta aparecieron en prolijas filas seres que más que hombres parecían ángeles luminosos.
Estaba viendo, sintiendo, percibiendo, la presencia de los Maestros Cósmicos.
Sus piernas se aflojaron y cayó al suelo de rodillas, las manos entrelazadas y el rostro bañado en lágrimas.
Vio cómo aquellos seres se acomodaron en sus respectivos lugares y tomaron asiento.
Sólo uno permaneció de pie, alto, fino, indescriptible.
Su voz resonó en todo el ámbito de la Catedral, potente como un trueno, pero suave a la vez, como el aleteo de una paloma.
– Hermanos amados del Reino de la Luz, venimos a este santo lugar para despedir a un viajero, que por sus esfuerzos y por su amor, ha alcanzado la iluminación. En nuestras sagradas enseñanzas se indica claramente cuáles son las metas que están dentro del jardín de la verdad.
El propósito es conducir al hombre para que pase a través de los grandes portales de ese jardín, hasta que estemos todos dentro de él, donde florecen constantemente las flores de la verdad y de donde se ha extirpado la cizaña de la falsedad.
Los grandes maestros de esta fraternidad estarán satisfechos de su obra. En este jardín no existen las flores púrpuras de la opinión obcecada, no existen las flores amarillas de los deseos egoístas, no existen las flores de la parcialidad apasionada y de la auto decepción; sino, justamente, las inmaculadas flores azules y blancas, flores de la verdad, simbolizando la pureza y el conocimiento.
Para alcanzar ese jardín nos hemos reunidos de manera que podamos hacer el viaje juntos. Recibe pues, hermano forastero, nuestra bendición y nuestro apoyo, que en los momentos más difíciles de la lucha estaremos contigo.
Sigue los senderos que Dios te ha trazado y cuando nos llames allí estaremos.
Quiero darte en prueba de nuestro amor, esta rosa roja que simboliza el fuego purificador que debe arder en todos los corazones de aquellos que han visto la luz. Toma, guárdala junto a ti.
Aquel ser luminoso tomó una rosa roja que estaba sobre la blanca mesa, avanzó hacia el hermano y le extendió la flor.
Él recibió la rosa de aquellas manos que se la ofrecían.
Su corazón latió desbocado, aquellas manos eran conocidas: eran las manos de su amado maestro jardinero. Levantó tímidamente los ojos y miró aquel rostro iluminado.
Sí, allí estaba su maestro, el humilde jardinero. Cuánto tiempo juntos y él ciego, sin comprender que aquel era el Iluminador.
Aquellos ojos, aquel rostro, fueron lo último que vio. Cuando despertó estaba tendido en la nieve, blanca, inmaculada. Se encontraba cerca de un poblado. Miró ansioso buscando a sus amigos. Nada había. Estaba solo en medio de aquella blancura deslumbrante.
Se incorporó despacio y a su lado vio una mancha roja; la levantó en sus manos.
Era una hermosa Rosa Roja.